viernes, 10 de julio de 2015

Sayfo: el otro genocidio cristiano


Julio de 1915. Midyat (actual Turquía). Cien cristianos son sacados de la ciudad, camino de la muerte. Van «cantando con las cabezas bien altas –cuenta Kenan Araz, un testigo–. Esposas, familiares y amigos se juntan en los tejados para verlos pasar. De repente, se oyó el kileli, ese tono agudo que producen las mujeres asirias desde el fondo de la garganta en tiempos de gran exultación». Celebraban que sus maridos iban a dar la vida por la fe.

Masacres así se repitieron durante los genocidios asirio y griego, hermanos pequeños del armenio. Todos los cristianos fueron víctimas «de una campaña general de los nacionalistas turcos para limpiar Anatolia de su población no turca y no musulmana», explica Nicholas Al-Jeloo, investigador de la Universidad de Melbourne. Entre 1914 y 1925, murieron 750.000 asirios del sureste de la actual Turquía y del norte de Siria e Iraq. Entre ellos, dos Patriarcas, tres metropolitas y 13 obispos de varias Iglesias. 21 diócesis dejaron de existir y la Iglesia Asiria del Oriente desapareció de Turquía. Desde entonces, para los asirios 1915 es Shato d-Sayfo, el Año de la espada; o, simplemente, Sayfo.

Los gobernantes otomanos aprovecharon la Primera Guerra Mundial para desencadenar el Sayfo con el pretexto de que los cristianos colaboraban con Rusia. Unas veces, las autoridades locales ordenaban masacres rápidas. Otras, se eliminaba primero a los líderes cristianos, a los hombres y a los jóvenes. «Esto dejaba sólo a mujeres, niños y ancianos, que eran deportados –explica Al-Jeloo–. Las deportaciones eran una tapadera» para eliminar a grandes grupos. Obligados por el ejército y la policía a emprender a pie largos trayectos, la mayoría moría por la dureza del viaje…, o a manos de milicias y de los kurdos, cómplices en esto de sus enemigos turcos.

En Siirt, los caldeos fueron especialmente castigados. De 7.000, sobrevivieron cien. Su obispo, monseñor Addai Sheer, fue mártir. Tras el asesinato de hombres y niños, las mujeres fueron deportadas: «En todo el camino veíamos cadáveres de mujeres y niños –contó Halata Hanna, una de ellas–. Los soldados no nos daban de comer y no permitían que saciáramos nuestra sed. Cuando caía la noche, los milicianos venían y buscaban chicas guapas. Después de abusar de ellas, se las dejaban a los kurdos, que las mataban. 200 murieron así». A Jalila, que llevaba en brazos a su bebé bajo un sol abrasador, un policía le arrancó de la mano a otra hija, de ocho años. «En una cordillera –recordaba– nos asaltaron cientos de kurdos. Nos arrancaron la ropa del cuerpo. Mis ojos cayeron sobre una mujer totalmente desnuda, herida por una daga. (…) No pudieron quitarme las medias porque mis pies estaban hinchados» y ensangrentados.

Memoria viva, y actual

Las Iglesias de la región mantienen viva, un siglo después, la memoria de estos mártires. Los obispos ortodoxos han sido beatificados, y los católicos están en Proceso. Un paso más se dio en febrero pasado, cuando el Sínodo caldeo decidió que el viernes de la Octava de Pascua, o Viernes de los confesores, se denomine ahora Viernes de los mártires y de los confesores, con un recuerdo especial a las víctimas del Sayfo. Mañana, en todo Iraq, se celebrarán Misas y actos culturales. Monseñor Yousif Mirkis, arzobispo de Kirkuk, espera que en los actos puedan participar también, y encontrar consuelo y fuerza, los cristianos que han llegado a Kirkuk huyendo, cien años después, de otra espada: la del autodenominado Estado Islámico.

«Lo que estamos viviendo no es diferente de lo que sufrieron las generaciones anteriores», subraya. El testimonio de estos mártires de ayer y hoy demuestra que «la fe es algo muy valioso, más que la vida misma. Tener como intercesores a testigos tan cercanos a nosotros es una gran oportunidad».

María Martínez López


Fuente: Alfa y Omega